N O C T Á M B U L O
Una mañana, no muy lejana a la
que habrá mañana, se recorrieron mandalas de colores, se retocaron con la luz
del sol, se añejaron con recuerdos, se desvanecieron en el profundo frío de la tristeza.
Te retorcí entre primaveras
bonitas y sonrisas dibujadas con el marco de tus pestañas, con el brillo que se
apodera de las miradas que entallan las mías cada noche, antes de que la mañana
se haga presente y que la felicidad recorra trozos de mis ojos, antes de que la
noche pueda aniquilar cualquier buena sensación, porque sí, las noches
últimamente me matan, matan la esperanza que pude tener, después de mucho
tiempo.
Y entonces vuelvo a querer
sumergirme en rastros de colores, en murales color negro, en sonrisas des
complicadas y en felicidad pura, en atardeceres al revés, que no volverán y
dejarán de brillar como la mayoría de cosas que la noche quiere matar y que por
más que intente evitarlo, mueren.
Y escribí en paredes y me perdí y
revoloteé por mi cabeza, me metí por las cuencas y valles que mi cerebro
poseía, me oculté en el más oscuro y profundo, el del olvido y me olvidé de mí,
me olvide de todo, porque ese lugar sólo es para olvidar, es para hacer lo que
mejor sé hacer.
Enloquecía todas las mañanas
cuando el amarillo y naranja eran el despertador más perfecto, cuando sin
querer me abrían los parpados y me hacían pensar que era momento de vivir y
dejar de olvidar, momento de pensar y dejar de caminar por el mundo como algo
inanimado. Pero justo hoy no quisiera dejar de ser inanimada, mucho menos dejar a un lado
esa fría sensación de no querer quedarme en este planeta donde el cielo sólo es
detonante de explosiones de sensaciones con feos sabores.
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