Á R B O L
Sus ramas se hacían tan grandes
que yo solo pensaba y volaba en ese valle de cometas, de aviones amarrados a la
tierra con un cordel y yo sólo me movía al ritmo del viento que nos alejaba de
todo y nos despejaba la mente, nos hacía olvidarlo todo.
Y caminábamos por las nubes y
desde allí arriba observábamos los colores y las colas de las cometas, mientras
nos adornábamos la tarde melancólica con música incluso más taciturna que ese
fragmento del día y queríamos llenarnos los ojos con cascadas marítimas y que éstas
nos llevaran donde un triste azul se apoderara de nosotros, pero a la vez nos
llenara de paz, de esos días grises que tanto nos gustaba compartir y más si
era un día Domingo, Juanane decía que yo debía llorar y que la tarde era
perfecta para volar cometa y que ese lugar, donde los árboles dejan de crecer
era perfecto para estar, para ese instante, para ser, para volar, para cantar, para
sonreír, para recostarnos en el piso e imaginar que volábamos como las cometas
que ese Domingo adornaban el cielo, nuestro cielo.
Y aunque no hubiera atardecer para
contemplar y hacer de ese rato juntos aún más perfecto, había un viejo árbol
que nos protegía la espalda, nos golpeaba el frío, pero en realidad poco
importaba, porque todo hacía parte de esas pequeñas y perfectas cosas que da la
vida cuando uno realmente las necesita, parecía todo estar sincronizado con lo
que sentía y como a él le gusta sentirse, no hablamos mucho, en realidad muy poco,
pero sin duda fue un respiro que me sacudió el alma y dejo que se evaporaran
las explosiones repulsivas que tenía esa tarde de Domingo.
Imagen por: Larry Carlson
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